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Inventario de Amaneceres

Cajón Desastre

Y aunque no me guste... un regalito :D

Y aunque no me guste... un regalito :D DONDE TU YA NO ESTÁS
Donde tú ya no estás hay un recuerdo...

La última vez que me bañé en tu mirada,
y la ola que me hundió por vez primera.
Recuerdo la puesta de sol con tu olor enredado en mi pelo
con el frío castigando mi espalda
y tu abrazo resecado al calor.
Y si tuve que luchar contra lo humano
fue mas fácil que aliarme con un dios
que me hubiera ganado la partida en un tablero
donde creí jugábamos solo tú y yo.
Y tu mano en mi sexo curiosa
por encontrar más secretos que olvidar
y el epicentro de todo lo que fui…
de todo lo que un día fue.
Y oleadas de pasiones que vuelven,
llegan y se van como estrellas al ocaso y yo…
que siento que no puedo, que no quiero despertar.
Y en la noche aunque mis ganas te añoren
y tu piel azufre no se embarre en mi coral
siguen tus miradas marcadas en las sábanas
que quedaron muertas en la cama, en un hueco…
donde tú ya no estás.

Sin título

Sin título Bueno pues... hacía mucho tiempo que le debía un cuento a una persona, así que qué mejor excusa para compartirlo con tod@s que esta.... Sólo deciros que está acabado de salir del horno, y que lo he tenido listo en 45 minutos... madre mía, creo que es lo más rápido que he escrito en la vida. Así de mal ha salido pero bueno... la intención es lo que cuenta. Espero que lo disfrutes Alberto.
PD: Aún no tiene título, así que espero vuestro comentarios SINCEROS y cualquier título que se os venga a la cabeza... todas las sugerencias serán bien recibidas. Un besazo a todos.

Había una vez un hombre que, en sus eternas noches de insomnio, se hizo amigo de la Luna. Cada noche le contaba sus secretos al oído, mientras ella, fría y brillante, lo acunaba en su luz, como una madre a su bebé recién nacido. Le confesaba sus historias más secretas, sus recuerdos más dulces, sus desdichas más pesadas. Ella lo abrazaba interminablemente y le susurraba al oído dulces palabras de consuelo.

La noche que ella no podía salir porque se quedaba consolando al Sol, el hombre no conseguía dormir. Ella se había convertido en su única y mejor confidente y la necesitaba como el respirar. Daba vueltas y más vueltas en la cama, se levantaba cada pocos minutos a volver a mirar por la ventana y todas las veces la escena era la misma… la Luna había decidido no salir… “esta noche me quedo en casa” parecía querer decir.

Un día el hombre le confesó a la Luna su enamoramiento, que rayaba la obsesión por ella. La Luna se asustó y decidió que por unos días estaría mejor ausente del cielo, que las estrellas podrían decirle al hombre que estaba enferma… Qué responsabilidad, ella sólo había querido ofrecerle su amistad… y se había equivocado. Mientras ella creía verlo como un amigo al que escuchar, él se había enamorado perdidamente. Así que, para no hacerle más daño, decidió desaparecer por una temporada del cielo, y dejó su imagen pintada en la constelación de Orión. Lo que no se quería decir a si misma era que ella también estaba enamorada… pero prefirió esconder ese pensamiento en lo más profundo de su memoria, donde se guardan los secretos y las mentiras olvidadas… “Es demasiado complicado” se dijo… y se escondió.

Aquel atardecer el hombre esperó a su amada en la azotea. Pasaron los minutos y ella no aparecía, hasta que la estrella Polar, siempre tan puntual, apareció. Al principio no quiso decirle donde estaba la Luna. El hombre, desesperado por saber dónde podría encontrarla, le hizo una promesa… “Si me dices dónde está te desato de este trocito de cielo, para que puedas viajar y ver todo lo bello que hay más allá, y no tengas que estar señalando el Norte eternamente… serás libre”. La estrella accedió, sin saber… que el joven le mentía. Le dijo que confesándole su amor, había asustado a la Luna, y que no volvería a salir hasta que él no hubiese recapacitado y encontrado lo que realmente había en su interior, escondido detrás del amor que sentía por ella.

El hombre se enfureció, y se juró que jamás volvería a hablarle a la Luna. Le gritó al cielo que ya podía salir, que ya no la amaba, que no conservaría nunca ni un solo abrazo, ni un solo recuerdo, ni un rayo de luz en un jarrón. No valía la pena el tenerla cada noche si en cada amanecer había de perderla irremediablemente, y en su inmensa pena derramó tantas lágrimas que al verterlas sobre la tierra formaron un jardín.
Pasó una semana más de tormenta, las estrellas se ocultaron temerosas de la furia del hombre, hasta que al octavo día él… simplemente apagó su corazón. Decidió que no iba a sufrir más por un amor imposible, que dejaría que el destino lo llevara por donde creyera conveniente… aunque eso significara ser un mero espectador de su vida. Entonces la Luna volvió a salir, y sin atreverse a mirarle a los ojos le dijo que aún podían ser amigos. Él aceptó, y volvieron a contarse intimidades, a hacerse confidencias, a pasarse las noches en un abrazo de luz… Lo que no sabía era que ella también había pulsado el botón de apagado.

Ella nunca volvió a encender su corazón, por miedo a sufrir. Él cada vez sufría más y la tenía menos, a pesar de que todas las noches subía a la azotea, había días en que ella estaba tan lejana… Un día de Mayo, y al ver que la Luna no salía, el hombre, desesperado al ver que no podía retenerla a su lado, ahogó a su corazón en lágrimas, para que fuera más dulce. Lo que no sabía era que la Luna estaba preparándole una sorpresa… se había retrasado porque había estado encendiendo su corazón.

Copyright: Rosi Fernández.

LAZOS DE ESPINO

Un poema de hace unas semanas, en plena esfervescencia de mi confusión...

LAZOS DE ESPINO
Si me regalases una de tus noches
(vacías)
que tú crees cargadas de amor…
Si me dejases descubrirte mi cara oculta de la Luna,
cómo se siente estando más hundido que el suelo,
la belleza de tu exterior…
Si rompieses tus cadenas
mientras el Sol se esconde infinitamente,
verías el amanecer más radiante de todos.
Y si me regalas una de tus noches,
yo te la dibujaré infinita de sueños,
para que les pongas tu color más cargado de vida.
Te daría el regalo más preciado,
un papel en blanco lleno de ilusiones, para que,
mientras las escribes, las hagas realidad.
Libérate y libérame.
Dame una de tus noches, y jamás volverán a oprimirte
las paredes de (su) corazón.
Déjame llevarte lejos, donde su eco no resuene más
en tu memoria, en tu inconsciente conciencia.
No tienes elección… siempre, al final
de cada camino todo lo que queda de las rosas
(de sus rosas)…
son lazos de espino.

Copyright: Rosi Fernández.

EL ÚLTIMO LATIDO

Pasear por los márgenes de río siempre la había relajado. Aquella noche la Luna se reflejaba pálidamente en el agua, de formas oscuras y sensuales.
Recordó el primer día que ella le había enseñado aquel camino. Estuvo nerviosísima durante toda la cena. Tuvo que decidirse… seguir caminando sola o arriesgarse a compartir los secretos del río, que rompía la ciudad en dos partes totalmente opuestas. Ellas dos también eran ciudad, tan opuestas como los dos márgenes. Aún así aquella noche ya lejana se decidió a compartir su paseos y casa con Lucía, y nunca se había arrepentido. Ahora tampoco.

Encendió un cigarro y miró el reloj por infinitésima vez desde que estaba allí. Lucía la había conseguido que cambiase algunas cosas en su ordenadísima vida, como la costumbre de llevar reloj, pero desde hacía 8 meses había vuelto a alguna de sus viejas costumbres, también la de fumar. La liberaba… con cada bocanada de humo sus pensamientos volaban, y por un momento recobraba una sensación de paz.

Volvieron a su cabeza todos los preparativos que la esperaban mañana, y los apartó al instante. Esa última noche no quería pensar. Era el principio y el final de muchas cosas… de demasiadas cosas, y no podía dejar que los recuerdos influyesen en su (ya tomada) decisión. Cuantas cosas tenían que cambiar, y cuántas cosas habían cambiado desde que Lucía apareció en su vida, completamente por sorpresa. La primera vez que la vió fue en casa de Juan, que había organizado una cena para los amigos más íntimos. Habían charlado todos animadamente alrededor de la mesa, y después de los cafés Juan se empeñó en sacar una vieja guitarra de cuando compartían pupitre y acampadas. Hacía años que no tocaba, pero aún así se animó a rasguear algunas canciones. Y entonces Lucía cantó. Conocía la letra de una de sus canciones preferidas de Billy Joel, y su forma de cantarla la dejó impresionada. Desde entonces aquella compenetración había ido a más… hasta mañana mismo.

Apagó el cigarro y se sentó en uno de los bancos del paseo a repasar mentalmente las cosas necesarias para el día siguiente. Los papeles, debidamente rellenados y firmados, estaban sobre la mesilla de noche… El billete de avión, encima de la maleta… La carta de dimisión que a primera hora le presentaría a José Luís, el director de la radio, que seguro que no se la querría coger… le diría que se tomase unos días. Lo que pensaba tomarse era una nueva vida lejos de allí.

La luz de la mañana había llegado demasiado lentamente. Otra noche de insomnio interminable se sumó a sus ojeras. Mientras el agua de la ducha corría helada sobre su cuerpo se preguntó otra vez quién demonios era ella para tomar esa decisión. “La única persona que la ha acompañado estos tres últimos años de medicamentos, recaídas y visitas de madrugada al hospital” se dijo, pero aún así no se sintió mejor. Los recuerdos pasaban por su cabeza como en una película. Ni una llamada de la familia de Lucía, ni una. Miserables… Ni un estúpido ramo de flores, ni una caja de bombones, que seguro que hubiesen acabado en las manos de algún niño de la quinta planta, a los que visitaba a menudo… Nada. Sólo ella y Lucía, y un río, como el de la ciudad, que las arrastraba a las dos corriente abajo.

Pero le tocaba decidir. Lo habían hablado muchísimas veces, desde el primer día, las dos sabían que tenían que hacer llegado el momento. “Es mucho más fácil su parte” pensó egoístamente Carmen, pero casi al instante se sintió tan mal que se reprochó el haberlo pensado. Los recuerdos empezaban a agolparse… supo que no había salido, y lloró profundamente. El agua fría siguió corriendo un rato más.

Ya se sabía los nombres de todos. Ángela, Marta y Guillermo en el turno de mañana, y Mónica, Kike y Fernando en el de la noche. Poco a poco se habían convertido en su segunda familia, y cuidaban de Lucía con más ternura de lo que lo hubiese hecho ella misma. Sintió sus miradas de compasión clavándose en su espalda mientras penetraba en la habitación, cerró la puerta dejando escapar un suspiro.
Todo estaba a oscuras, pero aún así dejó diestramente el bolso en la mesa escritorio y se dirigió a la ventana para dejar que entrase la luz del radiante día que bañaba la ciudad. Fue como si la luz encendieran los sonidos de la habitación. El respirador que movía rítmica y casi imperceptiblemente el pecho de Lucía, el goteo del alimentador, los pitidos constantes del su pulso… Todo aquello formaba parte de su mundo, ERA su mundo desde hacía mucho tiempo. Se sentó en la cama y la cogió de la mano, como cada día.

“Hola cielo… ¿Qué tal estás hoy?... Se te ve mejor que estos últimos días. – Cogió el historial del lateral de la cama y lo miró rápidamente. Era increíble lo que había aprendido de historiales clínicos, síntomas, medicamentos y cuidados de un enfermo en los últimos meses. “Estás mucho mejor de defensas… Eso está bien. La miró a la cara y la se le asemejó marchita y sin vida. Lo admitió por primera vez. “Aún no sé cómo voy a hacer esto, cómo te lo voy a decir, si me voy a perdonar alguna vez… No sabes cuántas veces he deseado estar en tu lugar, y que tú estuvieses en el mío. Desde aquí todo se ve mucho más difícil, Lucía. Ni siquiera sé si me escuchas, si me sientes, si notas algo… Ni siquiera sé porqué te hablo… si no me puedes contestar.” Había empezado a llorar silenciosamente. “Te he llegado a odiar tanto como te he querido, cielo… pero me he sentido tan sola, tan inalcanzablemente sola, que ya he bajado los brazos, me rindo. Para ti todo es más fácil, y ya sé porqué me lo pediste a mí, pero jamás lo entenderé, jamás llegaré a saber porqué dejas tu vida en mis manos sabiendo que yo… siempre cumplo mis promesas.” Los sollozos se habían convertido en lágrimas de rabia e impotencia, y su voz se quebraba con mucha facilidad. “Sabías que acabaría cumpliendo mi promesa, por eso me obligaste a prometértelo. Hoy se cumple el plazo, cariño. Y voy a cumplir mi promesa.”

Un médico de rostro más que conocido llamó a la puerta y entró. Se acercó a Carmen y le puso una mano en el hombro.
- ¿Qué tal? ¿Estás lista?...
- Sí, claro. Además en cuatro horas sale mi avión y… - no se sentía capaz de acabar la frase.
- Tranquila, acabaremos muy rápido. Éstos son los papeles que tienes que firmar… Cuando estés lista, llámame. – el médico la abrazó.
- Gracias, Carlos… sólo deja que me despida de ella.- él asintió y las dejó a solas.

“Bueno, Lucía, ha llegado el momento. Hoy se cumple el plazo que me diste, y que te diste, sobretodo a ti misma. Yo me marcho de la ciudad…- necesitaría mucho tiempo antes de poder librarse del sentimiento de culpabilidad que le amargaba en el pecho, hasta que entendiese las razones de Lucía. – “Yo… se me acabaron las fuerzas, cielo… estoy agotada de luchar por las dos. Y sé que tú también lo estás, por eso… por eso quieres irte… Así que yo… te suelto la rienda, Lucía. Éste es tu último deseo y mi primera decisión. Te quiero, mi vida. No te olvides ni me olvides nunca. Adiós.” – La besó en los labios, empapándola de lágrimas, y abrazó su cuerpo inerte por última vez. No se dio cuenta de que en la habitación ya estaban preparados Carlos y una de sus enfermeras, con los ojos llorosos ante la escena que, sin querer, habían presenciado. Todos habían albergado la esperanza de que Lucía acabaría por despertar y recuperarse, mintiéndose a ellos mismos, porque sabían que era imposible.
Carmen salió de la habitación con paso ligero, dejando atrás media vida, la que se iba con Lucía. Era consciente de ello, pero no quería verlo. Seguía llorando y el suelo se volvía más borroso a cada paso que daba. Cuando salía del hospital se sentía vieja, destrozada, irremediablemente sola…

No llegó a ver cómo Carlos desconectaba el respirador, ni como descolgaba la bolsa del suero con una expresión más que congojada. No oyó los sollozos apagados de toda la planta cuando la enfermera auxiliar salió de la habitación llorando desesperadamente, ni cómo una fría sábana cubrió el cuerpo de Lucía.
No acertó a oír el último latido que envolvió su corazón.

FIN
Copyright: Rosi Fernández.